miércoles, 3 de noviembre de 2010

Una madre de diez años


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Acaba de ocurrir en Jerez. El bebé pesó al nacer 2,9 kilos, pero su madre tenía diez años de edad. O tal vez fueran doce, si les falló la memoria a sus padres y las pruebas de muñeca que determinan el carbono 14 de los seres humanos.
Era rumana, cuentan. Y quizá fuera gitana, esa etnia perseguida durante siglos y a la que ahora el racismo de Rumanía impulsa al éxodo y el racismo de la Francia de Sarkozy expulsa masivamente sin que le tosa la noble Europa de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Al menos, en la vieja España y en Andalucía, todavía las voces implacables de los implacables no cuentan con mayoría absoluta en el parlamento de la barra de los bares o en la tribuna del primer taxi libre. Al menos en Andalucía y en la vieja España, lo peor de todos nosotros sólo aflora en campaña electoral cuando buscamos, por ejemplo, el voto del miedo para formar gobierno en Cataluña, para arrancar un punto en los debates de las generales, para buscar enemigos exteriores a los que echar la culpa de nuestras propias carencias.
A los egipcianos de hoy, no les perseguimos, como hicimos durante siglos; en eso salimos ganando todos, porque no hay nada más deleznable que vivir en un país con gobiernos deleznables. Es más, incluso cuentan con pupitres o una cama de hospital donde dar a luz con diez años o con doce, quizá junto a ese muchacho de ojos atónitos con cuyo cuerpo adolescente se encontró en algún momento de su viaje a España. Si lo hubieran hecho en nuestro país, sería delito, respiran tranquilos aquellos que se rasgaron las vestiduras cuando el extinto ministerio de Igualdad intentó que las jóvenes que así lo desearan pudiesen abortar sin la anuencia de sus padres, como ocurre con las operaciones a corazón abierto o las de cirugía estética.
Aquí es delito copular, aunque sea con consentimiento, antes de los trece. Lo que sigue sin ser delito es la hipocresía de una sociedad que contempla esta noticia con la alarma de lo extraordinario pero sin que se alarme lo más mínimo ante la ordinariez de la miseria, de la marginación, de eso que ahora llamamos sectores vulnerables para no usar la palabra proletario, tan demodé, tan marxista, tan incómoda. El Estado ahora se preocupa por ellos y por el pequeño. Pero ellos, como quizá declaren si les encuentran las cámaras, el único Estado que conocen es el del malestar. Su único visado, el instinto de supervivencia. Su única patria, el cielo abierto ante el que un niño llora cada noche junto a una madre de juguete.