miércoles, 18 de agosto de 2010

La verdad médica de Nagasaki



Por Greg Mitchell


Las crónicas censuradas del primer periodista que llegó después de que Estados Unidos arrojara la segunda bomba atómica, "olvidada" por la historia




















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Hace 65 años, Nagasaki perdía más de setenta mil personas -unos pocos eran militares- como consecuencia de un arma nueva. Sin embargo, siempre fue la ciudad de la bomba atómica olvidada. Nunca nadie escribió un best seller llamado “Nagasaki”, o hizo alguna película titulada Nagasaki Mon Amour. Pese a eso, en cierto modo, Nagasaki es la ciudad de la bomba atómica moderna. Por un lado, cuando la bomba de plutonio explotó sobre Nagasaki, hizo obsoleta la bomba de uranio lanzada sobre Hiroshima. De hecho, si no hubiera estallado fuera del objetivo, la cifra de muertos en la ciudad hubiera superado fácilmente al total de Hiroshima.
Hiroshima siempre atrajo a la gran mayoría de la prensa, al interés público e histórico, a pesar de que muchos de quienes apoyaron el lanzamiento de la primera bomba atómica han expresado serias dudas respecto de la segunda, debido a la intransigencia de Estados Unidos para darle a los japoneses, por lo menos, unos días más para considerar la rendición después de la primera explosión (y la declaración de guerra de los soviéticos). El escritor Kurt Vonnegut, Jr. dijo en una ocasión: “El acto más repugnante de este país, después de la esclavitud humana, fue el bombardeo a Nagasaki”.
Ese ataque fue “olvidado” desde el principio gracias a un acto flagrante de censura de prensa. Fue uno de los grandes misterios de la era nuclear que se resolvió hace apenas cinco años: a través de los artículos periodísticos del cronista que llegó primero a Nagasaki después del bombardeo atómico, el 9 de agosto de 1945.
El periodista era George Weller, corresponsal distinguido del ahora extinto Chicago Daily News. Su sorprendente relato sobre Nagasaki -que podría haber afectado a la opinión pública sobre el futuro de la bomba- nunca salió de la oficina de censura del general Douglas MacArthur, en Tokio. Hice referencia a este encubrimiento en el libro que escribí junto con Robert Jay Lifton, en 1995, Hiroshima en América.
Algunas copias de la historia fueron encontradas en 2003, cuando su hijo, Anthony, las descubrió después de la muerte de su padre. Cuatro de ellas fueron publicadas por primera vez, en 2005, por el diario Mainichi Shimbun de Tokio. Fui el primero en informar al respecto en Estados Unidos.
Los artículos publicados en Japón (y más tarde incluidos en un libro escrito por Anthony Weller, Primero en Nagasaki), revelaron un notable y doloroso giro en el punto de vista de Weller respecto de las secuelas de los bombardeos, que anticipaba el profundo malestar que nuestra experiencia nuclear generaría desde entonces. “Fue sorprendente ver de qué manera cambiaba la perspectiva”, me dijo Anthony Weller.
Un primer artículo de George fue publicado el 8 de setiembre de 1945, dos días después de su llegada a la ciudad, antes que cualquier otro periodista. En él elogiaba la eficacia “de la bomba como dispositivo militar”, pero no hacía especial mención de la bomba ni de la radiación liberada por ella.
Sin embargo, ese mismo día, después de visitar dos hospitales, quedó sacudido por lo que vio. De esta manera, comenzó a describir una misteriosa “Enfermedad X” que estaba matando a la gente que había sobrevivido al bombardeo relativamente bien. Un mes después del infierno atómico, seguían muriendo dramáticamente, algunos con las piernas y los brazos “salpicados de pequeñas manchas rojas”.
Al día siguiente, volvió a describir la “peculiar enfermedad” de la bomba atómica e informó que un especialista local líder en rayos X estaba convencido de que, “simplemente, estas personas están sufriendo” los efectos radioactivos desconocidos de la bomba.
Anthony Weller me dijo que la censura fue una de las grandes decepciones en la vida de su padre, quien opinaba que estas historias fueron aniquiladas por MacArthur porque “quería todo el crédito por haber ganado la guerra”.
Otros sugirieron que la verdadera razón de la censura fue que Estados Unidos no quería que el mundo aprendiese acerca de los efectos de la radiación. Debían evitar las preguntas planteadas sobre el uso del arma en 1945 y sobre su escala de desarrollo en los años venideros.
“Está claro”, me dijo Anthony respecto de los informes de su padre, que el gobierno “hubiera puesto a disposición a un testigo presencial en un momento en el cual el pueblo norteamericano obviamente no lo necesitaba”.

LA PRIMICIA QUE NO FUE
¿Cómo obtuvo George Weller la primicia que no fue? Luego de años de cubrir la Guerra del Pacífico, Weller llegó a Japón con la primera ola de periodistas y militares, a comienzos de setiembre. Él ya había ganado un premio Pulitzer por sus reportajes, en 1943. Horrorizado por la censura de MacArthur y por “los conformistas” de su profesión que acataban las estrictas restricciones a la prensa, emprendió su camino hacia la distante isla de Kyushu, para visitar una ex base kamikaze. Notó que estaba conectada con Nagasaki vía ferrocarril. Fingió que era un “mayor o un coronel” -según relató su hijo- y se deslizó hacia la ciudad (posiblemente en barco), cerca de tres días antes que cualquiera de sus colegas, y justo después de que Wilfred Burchett presentara su primer artículo sobre Hiroshima.
Una vez allí, Weller recorrió la ciudad, los puestos de auxilio y los ex campamentos de prisioneros de guerra. Durante esos días escribió numerosas historias. De acuerdo con su hijo, George se las arregló para enviar los artículos a Tokio, no por cable, sino en mano, y sintió que “el volumen y la importancia de estas historias las haría respetables” para MacArthur y sus censores.
Aunque Weller no había expresado ninguna desaprobación hacia el uso de la bomba, esas historias, y otras que presentó en las siguientes dos semanas, nunca saldrían a la luz. El periodista perdió el rastro de sus copias. Más tarde, resumiría su experiencia con la oficina de censura en dos palabras: “Ellos ganaron”.
En los años siguientes, Weller continuó su carrera como periodista, ganó un premio George Polk y otros honores. Cubrió muchos otros conflictos. Ni las copias ni los originales salieron a la superficie antes de su fallecimiento, en 2002, a los 95 años. Fue entonces cuando su hijo hizo un registro total de los desorganizados “archivos” de la casa paterna, en Italia. En 2003 encontró las copias, a sólo treinta pies (ndr: poco más de nueve metros) del escritorio de su padre.
¿Qué encontró? Alrededor de 75 páginas con historias, en papel marrón, desvencijado, que cubrían no sólo sus primeros despachos sobre la bomba atómica, sino las fascinantes historias de los prisioneros de guerra, algunos de los cuales habían visto el estallido aquella fatídica mañana.

UN ARMA PECULIAR
En el primer artículo publicado por el diario japonés, las palabras iniciales de Weller fueron: “La bomba atómica puede ser clasificada como un arma capaz de ser utilizada de forma indiscriminada, pero su uso en Nagasaki fue selectivo y apropiado, y tan misericordioso como se podría esperar de una fuerza gigantesca”. Weller se describió a sí mismo como “el primer visitante en inspeccionar las ruinas”.
Él mismo sugirió que unas 24 mil personas podrían haber muerto, pero atribuyó este alto número a los “inadecuados” refugios antiaéreos y al “fracaso total” del sistema de alarma. Escribió que la bomba fue “una tremenda, pero no particular arma”, y dijo que se pasaba horas en las ruinas, sin aparentes efectos negativos para su salud. Con cierto pesar, señaló que un hospital y un colegio de la misión estadounidense habían sido destruidos, pero apuntó que, evitarlos, también hubiera significado evitar los depósitos de municiones.
Sin embargo, ese día, en su segunda historia y a raíz de sus visitas a hospitales, describió la “Enfermedad X” y a sus víctimas, quienes no tenían “ni una quemadura ni una extremidad fracturada”, que se consumían con algo “negruzco” en sus bocas y con manchas rojas. Dijo que niños pequeños “habían perdido algo de cabello”.
Un tercer material, enviado a MacArthur al día siguiente, informó que la enfermedad “todavía arrebata vidas. Hombres, mujeres y niños, sin señales externas, mueren a diario en hospitales, algunos de ellos, luego de haber caminado tres o cuatro semanas creyendo que habían escapado”.
“Los doctores, cándidamente, confesaron que la razón de esta enfermedad los sobrepasa.” En uno de los hospitales, doscientos de los 343 pacientes admitidos habían muerto: “Ellos murieron -murieron a causa de la bomba atómica- y nadie sabe por qué”.
Cerró así su relato: “Veinticinco estadounidenses van a llegar el 11 de setiembre para estudiar la zona de la bomba de Nagasaki. Los japoneses esperan que ellos traigan soluciones para la Enfermedad X”. Hasta hoy, la solución a esa enfermedad -y a la amenaza de las armas nucleares-, todavía no llegó.

* Ex editor de Nuclear Times y coautor del libro Hiroshima en América. Copyright The Nation y Debate.